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CABRERA Y SU INFAMIA.

En junio de 1808, se produce la batalla de la Poza de Santa Isabel en las costas de Cádiz, dentro de la guerra de independencia. Los hombres de la escuadra naval francesa, al mando del general Rosily, quedaron rendidos y los 3.776 prisioneros franceses acabaron en pontones (antiguos navíos convertidos en auténticas cárceles flotantes) en la bahía de Cádiz. Un mes después, el 19 de julio, en la batalla de Bailén las tropas españolas al mando del General Castaños derrotan a las francesas dirigidas por el general Dupont. Tres días después se firman las capitulaciones de Andújar, donde se establecía el regreso de las tropas francesas a su patria por vía marítima, para lo cual habrían de ser trasladadas desarmadas hasta Cádiz. Sin embargo, el 10 de agosto se comprobó que no había barcos suficientes para transportar a todos los prisioneros. En septiembre, con el apoyo de buques británicos, se pudo enviar de vuelta a Francia a los jefes y oficiales, muchos de los cuales sufrieron las iras de Napoleón. Los 17.350 prisioneros restantes, en espera de ser trasladados a Francia, tal y como estaba establecido en las capitulaciones, acabaron en los ocho pontones fondeados en la bahía de Cádiz donde ya estaban los 3.776 de la batalla de Santa Isabel. La mayor concentración de hombres tuvo lugar entre 1808 y 1810 en las más extremas condiciones de habitabilidad y salubridad, falleciendo muchos de ellos por hambre y fiebres. Arthur Wellesley, poco después Duque de Wellington, como el Almirante Collingwood, ambos ingleses y en ese tiempo al mando de las tropas españolas, por miedo a que al regresar a Francia estos soldados se volvieran a alistar en el Ejército Imperial, siguiendo órdenes de políticos ingleses, no acababan de ejecutar el pactado traslado dejando pasar los meses. A ello se sumó la indiferencia de Napoleón, demasiado herido en su ego como para rescatar a aquellos hombres a los que consideraba unos cobardes. El Gobernador de Cádiz, ante una situación que no iba a resolverse, decidió deshacerse de los prisioneros. Unos cuatro mil fueron enviados a las islas Canarias, donde se integraron entre la población. Los diez mil restantes fueron enviados, con el mismo objetivo, a las islas Baleares. Antes de llegar a Mallorca, el Conde de Ayamans, Gobernador de las Baleares, y miembro de la Junta Suprema Central que se había formado en Sevilla bajo la Presidencia del Conde de Floridablanca, informado de los contagios por enfermedades y de las epidemias que aparentemente estos soldados traían, ante el temor de que estas enfermedades se contagiasen a la población, se niega a recibirlos en Mallorca, negocia con las autoridades de la Península el recibirlos en su demarcación sólo bajo la condición que en las levas de soldados para la guerra no sean llamados jóvenes mallorquines, cosa que consigue, y ofrece el Lazareto de Menorca para que allí sean tratados y mantenidos. Los ingleses establecidos en Menorca, que hasta hace muy poco tiempo había sido posesión inglesa, se niegan tajantemente a que desembarquen allí. De este modo, la Junta Central decidió llevarlos a la deshabitada isla de Cabrera, al sur de Mallorca, donde fueron abandonados el día 5 de mayo de 1809. Además, tal y como indica Isabelle Bes Hoghton, de este modo se protegía a la población mallorquina de la "perniciosa influencia" de las ideas revolucionarias de los cautivos. La única construcción que había en toda la isla era un viejo castillo semiderruido. A penas sin recursos, sin agua -aunque encontraron un pequeño manantial-, los cautivos dependían de un barco que, cada cuatro días, llegaba cargado de víveres que resultaban insuficientes para diez mil personas. Para evitar la anarquía, se establecieron jerarquías en función del rango militar, creando un consejo encargado de regular acciones como el reparto de los víveres, impartir justicia e imponer normas. Incluso llegaron a construir unas cabañas precarias -en lo que se conoció como Napoleonville- estableciendo calles con nombre parisinos, así como una plaza que se configuró como el centro de reuniones e intercambios, llamada Palais Royal. Hubo varios intentos de fuga, uno de los cuales provocó, como castigo, el retraso en el envío del barco de suministros. En julio de 1810, los oficiales que quedaban entre los cautivos fueron enviados a Inglaterra. Curiosamente, hace poco se confirmó que entre los prisioneros había también algunas mujeres (quizás veinte o treinta), las cuales eran objeto de negocios y peleas entre los oficiales y prisioneros. La situación se agravó en 1812 con la llegada desde Alicante 1.200 nuevos prisioneros. A todo ello se sumó la autoridad de un gobernador que les sometió a trabajos forzados, al tiempo que eliminaba el consejo que habían organizado los franceses acusándolo de estar detrás de los intentos de fuga. En estas circunstancias son muchos los que pierden la cordura, caso de los llamados tártaros, quienes se aislaron del resto de los prisioneros en una cueva. El otro grupo, el mayoritario, era conocido como los robinsones. El 16 de mayo de 1814, al firmarse la paz, los 3.600 supervivientes asistieron a la llegada de un barco francés que habría de llevarles hasta el puerto de Marsella. Regresaban a casa tras cinco años de cautiverio, donde fueron recibidos con ciertas reservas: el monarca Luis XVIII temía que fuesen leales a Napoleón, el hombre que los había abandonado a su suerte. Algunos dicen que este oscuro episodio habría constituido el primer campo de concentración de la Historia. Los hechos ocurridos durante aquellos cinco largos años aparecen narrados en la obra Los franceses de Cabrera (1809-1814) de Pierre Pellisier y Jéróme Phelipeau.